El Fantasma del Padre Jara
Cristina recordaba el primer día que vio al fantasma del Padre Jara. Ocurrió en la Iglesia de San Agustín. Almagro, a finales de invierno del 2023.
Ella miraba la hora en su móvil. Las agujas marcaban las ocho de la noche, mientras el viento helado de Almagro aullaba como un lobo solitario. Cristina, era la única que estaba ese viernes en aquel templo silencioso.
Preparaba su marcha tras una jornada que había arrastrado más rutina que emoción. San Agustín, con sus muros centenarios, alzaba su imponente estructura como un gigante dormido. Sus frescos, aunque descoloridos, parecían susurrar secretos olvidados. Allí, bajo la penumbra de lámparas artificiales, el tiempo era un testigo inmóvil.
Se envolvió en su abrigo negro, una armadura contra el invierno traicionero, mientras la bufanda verde se aferraba a su cuello como una serpiente incómoda pero cálida. «Qué ganas de terminar el día,» pensó mientras verificaba el cuadro de luces. El eco de su suspiro resonó, en el vacío, una pequeña rebelión contra el silencio de siglos.
Pero justo cuando estaba por cerrar, el olvido la asaltó: su bolso seguía en la oficina. «¡Joder!», murmuró con exasperación, ese tipo de palabrota que parece más eficaz contra la frustración que cualquier rezo.
La primera aparición del Padre Jara
De vuelta al interior, el frío parecía haberse infiltrado en las piedras mismas de la iglesia. Y entonces lo escuchó. Golpes secos, metálicos, resonaron en el aire como si las sombras quisieran llamar su atención. Provenían de la sacristía. Decidió ir a ver qué era lo que pasaba. Una oleada de miedo la sacudió, pero no se detuvo.
Los rumores eran inevitables en un lugar como este: presencias repentinas, olores a incienso y a rosas, luces danzarinas, y la silueta de un fraile con un hábito negro que muchos juraban haber visto. Decían que era el fantasma del padre Jara, un fraile agustino que había vivido en el siglo XIX y que era uno de los artífices que consiguió que esa iglesia no fuera derruida. Algunas de sus compañeras de trabajo juraban que habían sentido su presencia. Cristina nunca había tenido el honor de verlo. Incluso había llegado a sentir algo de envidia, pero ahora el eco de aquellas historias pesaba sobre sus hombros.
Cristina intenta hablar con el fantasma
«Soy tauro,» se recordó, como quien invoca un mantra de coraje. Cada paso hacia la sacristía parecía resonar como un latido ansioso en sus oídos. Cuando por fin llegó, su mano tembló al introducir la llave. Al abrir, lo que vio la dejó perpleja: los archivadores, que debían estar ordenados, yacían desparramados por el suelo, como si un vendaval invisible los hubiera arrojado sin piedad.
Tomó fotos, intentando atrapar pruebas de lo imposible. Pero al cerrar la puerta y escuchar nuevamente los golpes, su enfado superó al miedo.
―¿Padre, es usted? ―su voz rompió el silencio como un trueno en una noche serena. ― ¿Necesita algo de mí?
Nadie respondió, pero cuando volvió a abrir, la visión la dejó sin aliento: todo estaba en su sitio, como si manos invisibles hubieran jugado con su cordura. Cristina no tembló esta vez. Una mezcla de asombro y desafío iluminó su rostro. «Mañana volveré», prometió al aire cargado de misterio. «Estoy aquí para ayudarle.»
Si te ha gustado este relato, no te pierdas otras historias de terror y misterio.